viernes, 1 de abril de 2016

La dulce Fátima


Hubiese Don Mahmud (yo, en adelante), no acudido al muelle del Aaiun a despedir a las tropas y personal español cuando abandonaban el Sahara Occidental. El cuenco de color negro rebosante de leche de camella recién ordeñada, lo sostenía entre mis dos manos, otro compañero, en realidad varios, de manera alternativa, sostenían entre las manos o, un cuenco lleno de leche o un plato de dátiles.
    Pero a mí me saltaban las lágrimas de manera desbordante en aquel momento. Mi vida la había vivido intensamente junto a mis inseparables amigos y ahora los veo irse. Una historia terrible e injusta iba a empezar, justo después de mis excitadas lágrimas.
    Todos mis amigos y yo estuvimos jugando la noche anterior, pero también sabíamos de la separación, quién nos diría el porqué, y por cuánto tiempo, ni siquiera ellos preparaban su propio equipaje a sabiendas que un inminente viaje los implicaría a todos menos a mi y, qué más da.
El día de la partida yo los buscaba con la mirada cuando abordaban el barco cogidos de las manos de sus familiares. Porque, Antonio mi mejor amigo, también partía y, Fátima, Guaci, Aytami, Ayoze. Por eso el cuenco de leche, los dátiles que les ofrecía como despedida me sabían a dulzura y bienestar, dentro de poco tiempo los volveré a ver y a jugar con ellos sin lugar a duda, además, todos eran canariones, ese lugar del que ellos me hablaban con infinita ternura. Porque ese paraíso apenas queda a dos palmos de mi tierra.
    Una y otra vez, en esos breves momentos, discontinuos, ininterrumpidos, de miradas y corazones ansiosos, cuando el griterío y los empujones de los viajeros eran más que saludos, se cruzaba el ayer y, el anteayer, nuestros juegos, nuestras lecturas y largas charlas en la casa de Antonio.
    Fátima siempre traía consigo un libro muy bien cuidado del Quijote que ella había leído y releído, cierto que ninguno de nosotros lo había hecho pero, eso sí, lo teníamos más que conocido. Ella se empeñaba en contarnos lo loco que era el tal Don Quijote de la Mancha, pero, nosotros también tomábamos a la chiquilla como otra loca, a pesar de su fina belleza. Nos gustaba a todos, pero que nadie se atrevía a confesarlo, ni mucho menos a ella, porque eso significaba entre otras cosas, tragarse a ese enorme libro que, realmente a nuestra edad y manera de ser, se nos hacía harto imposible.
    Ella nos decía que Don Quijote era bueno, tan bueno que arriesga su propia vida para defender lo que él crea verdad y justicia, nos decía que incluso ella misma sería capaz de hacer lo mismo. Era tanto su convencimiento de la inmensidad y generosidad de las personas, que le saltaban las lágrimas al pronunciarse al respecto en cualquier ocasión. Y nosotros, algunos cabizbajos y otros medio risueños, la escuchábamos con qué ganas de mandarla a callar, sin embargo su belleza nos imponía más.
    Le hubiere yo, el día de la partida confesado que también me gustaba el Quijote o, talvez en honor a la verdad, que me empezó a gustar gracias a ella. Nos contaba a Antonio y a mí, que el flaco Don Quijote de la Mancha era su ídolo, tal como ella creía en la belleza, y claro, nosotros en treinta y tres la escuchábamos, quizás en el fondo desearíamos en aquellos instantes ser tan flacos o tan locos para gustarle a ella.
    Corrí a por ellos, sí, corrí como poseído, no sabía qué demonios me pasaba, todo el gentío presente reparaba en mi locura, excepto a quienes va dirigida, a Antonio; Ayoce... mis inseparables amigos y hermanos, a mi amada Fátima, a la que quizás nunca le hubiere confesado que la quería. Mi darraa casi voló; el cuenco se me desapareció de las manos. Solo quería brindarles mi último adiós, llanamente despedirme, verlos por última vez, pero, de nada sirvió esa alocada espantada, alguien de los presentes, me agarró y, truncó mi desairada carrera y, con un breve azote en las nalgas me puso en las manos de mi madre. Ese día yo tenía puesto mi traje típico saharaui, mi darraa azul y mis sandalias de cuero, vestía realmente de gala, mi madre lo había dispuesto todo, es la primera vez que yo no reparaba en mi fabuloso traje, porque eran contadas las veces que celebrábamos algo y, desde luego mi madre y familia sí tenían algo grande que celebrar.
    Quizás mi falta de atención a la lectura o mi poco interés o, esa niña tan hermosa, fuere como fuere, días después de la marcha de todos los españoles, un amigo saharaui de la pandilla me dijo que “Don Quijote de la Mancha” tenía dos partes. Con tal sorpresa, me apresuré a hacerme con él, mi ilusión era creciente y mi corazón se agitaba como nunca, pensaba por primera vez en mi vida regalar algo grande a una persona. Quién me diría a mí que ella sabía de esa segunda parte de su libro preferido. Me invadía la dicha, pero antes... antes lo leería yo, tal vez con la ilusión de compartirlo con ella, sí, empecé a leerlo. Cierto, que después tuve que leer también la primera parte, me importa un carajo el orden. Luego, hice la encomienda a mi padre de mandarlo a Fátima y, días más tarde, mi padre se sumó al ejército y, cayó mártir. Apenas me dio tiempo de preguntarle por mi encargo.

Chejdan Mahmud Yazid


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