Hubiese Don Mahmud (yo, en adelante), no acudido al
muelle del Aaiun a despedir a las tropas y personal español cuando abandonaban
el Sahara Occidental. El cuenco de color negro rebosante de leche de camella
recién ordeñada, lo sostenía entre mis dos manos, otro compañero, en realidad
varios, de manera alternativa, sostenían entre las manos o, un cuenco lleno de
leche o un plato de dátiles.
Pero a mí me saltaban las lágrimas
de manera desbordante en aquel momento. Mi vida la había vivido intensamente
junto a mis inseparables amigos y ahora los veo irse. Una historia terrible e
injusta iba a empezar, justo después de mis excitadas lágrimas.
Todos mis amigos y yo estuvimos
jugando la noche anterior, pero también sabíamos de la separación, quién nos
diría el porqué, y por cuánto tiempo, ni siquiera ellos preparaban su propio
equipaje a sabiendas que un inminente viaje los implicaría a todos menos a mi
y, qué más da.
El día de la partida yo los buscaba con la mirada
cuando abordaban el barco cogidos de las manos de sus familiares. Porque,
Antonio mi mejor amigo, también partía y, Fátima, Guaci, Aytami, Ayoze. Por eso
el cuenco de leche, los dátiles que les ofrecía como despedida me sabían a
dulzura y bienestar, dentro de poco tiempo los volveré a ver y a jugar con
ellos sin lugar a duda, además, todos eran canariones, ese lugar del que ellos
me hablaban con infinita ternura. Porque ese paraíso apenas queda a dos palmos
de mi tierra.
Una y otra vez, en esos breves
momentos, discontinuos, ininterrumpidos, de miradas y corazones ansiosos,
cuando el griterío y los empujones de los viajeros eran más que saludos, se
cruzaba el ayer y, el anteayer, nuestros juegos, nuestras lecturas y largas
charlas en la casa de Antonio.
Fátima siempre traía consigo un
libro muy bien cuidado del Quijote que ella había leído y releído, cierto que
ninguno de nosotros lo había hecho pero, eso sí, lo teníamos más que conocido.
Ella se empeñaba en contarnos lo loco que era el tal Don Quijote de la Mancha,
pero, nosotros también tomábamos a la chiquilla como otra loca, a pesar de su
fina belleza. Nos gustaba a todos, pero que nadie se atrevía a confesarlo, ni
mucho menos a ella, porque eso significaba entre otras cosas, tragarse a ese
enorme libro que, realmente a nuestra edad y manera de ser, se nos hacía harto
imposible.
Ella nos decía que Don Quijote era
bueno, tan bueno que arriesga su propia vida para defender lo que él crea
verdad y justicia, nos decía que incluso ella misma sería capaz de hacer lo
mismo. Era tanto su convencimiento de la inmensidad y generosidad de las
personas, que le saltaban las lágrimas al pronunciarse al respecto en cualquier
ocasión. Y nosotros, algunos cabizbajos y otros medio risueños, la escuchábamos
con qué ganas de mandarla a callar, sin embargo su belleza nos imponía más.
Le hubiere yo, el día de la partida
confesado que también me gustaba el Quijote o, talvez en honor a la verdad, que
me empezó a gustar gracias a ella. Nos contaba a Antonio y a mí, que el flaco
Don Quijote de la Mancha era su ídolo, tal como ella creía en la belleza, y
claro, nosotros en treinta y tres la escuchábamos, quizás en el fondo
desearíamos en aquellos instantes ser tan flacos o tan locos para gustarle a
ella.
Corrí a por ellos, sí, corrí como
poseído, no sabía qué demonios me pasaba, todo el gentío presente reparaba en
mi locura, excepto a quienes va dirigida, a Antonio; Ayoce... mis inseparables
amigos y hermanos, a mi amada Fátima, a la que quizás nunca le hubiere
confesado que la quería. Mi darraa casi voló; el cuenco se me desapareció de
las manos. Solo quería brindarles mi último adiós, llanamente despedirme,
verlos por última vez, pero, de nada sirvió esa alocada espantada, alguien de
los presentes, me agarró y, truncó mi desairada carrera y, con un breve azote
en las nalgas me puso en las manos de mi madre. Ese día yo tenía puesto mi
traje típico saharaui, mi darraa azul y mis sandalias de cuero, vestía
realmente de gala, mi madre lo había dispuesto todo, es la primera vez que yo
no reparaba en mi fabuloso traje, porque eran contadas las veces que
celebrábamos algo y, desde luego mi madre y familia sí tenían algo grande que
celebrar.
Quizás mi falta de atención a la
lectura o mi poco interés o, esa niña tan hermosa, fuere como fuere, días
después de la marcha de todos los españoles, un amigo saharaui de la pandilla
me dijo que “Don Quijote de la Mancha” tenía dos partes. Con tal sorpresa, me
apresuré a hacerme con él, mi ilusión era creciente y mi corazón se agitaba
como nunca, pensaba por primera vez en mi vida regalar algo grande a una
persona. Quién me diría a mí que ella sabía de esa segunda parte de su libro
preferido. Me invadía la dicha, pero antes... antes lo leería yo, tal vez con
la ilusión de compartirlo con ella, sí, empecé a leerlo. Cierto, que después
tuve que leer también la primera parte, me importa un carajo el orden. Luego,
hice la encomienda a mi padre de mandarlo a Fátima y, días más tarde, mi padre
se sumó al ejército y, cayó mártir. Apenas me dio tiempo de preguntarle por mi
encargo.
Chejdan Mahmud Yazid
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